1. En el último Libro, se ha
demostrado que por la fe del evangelio Cristo llega a ser nuestro, y nosotros
somos hechos partícipes de la salvación y la bienaventuranza eterna obtenidas
por él.
Pero como nuestra ignorancia y pereza (puedo agregar, la vanidad de nuestra mente) necesitan ayuda externa, mediante la cual la fe pueda ser engendrada en nosotros, y pueda aumentar y progresar hasta su consumación; Dios, al acomodarse a nuestra debilidad, ha añadido esas ayudas y ha asegurado la predicación eficaz del Evangelio al depositar este tesoro en la Iglesia.
Así él ha designado pastores y maestros, por cuyos labios edificara a su pueblo (Efesios 4:11); los ha investido de autoridad y, en suma, no ha omitido nada que pueda conducir al santo consentimiento en la fe y al orden correcto.
En particular, ha instituido los sacramentos, que, por experiencia, creemos que son de gran utilidad para fomentar y confirmar nuestra fe.
Porque al ver que estamos encerrados en la prisión del cuerpo y que aún no hemos alcanzado el rango de ángeles, Dios, acomodándose a nuestra capacidad, ha provisto en su admirable providencia un método por el cual, aunque ampliamente separados, todavía podríamos acercarnos a él.
Por tanto, el debido orden requiere que primero tratemos de la Iglesia, de su Gobierno, sus Órdenes y Poder; a continuación, de los sacramentos; y, por último, del gobierno civil, al mismo tiempo que protege a los lectores piadosos de las corrupciones del papado, mediante el cual Satanás ha adulterado todo lo que Dios había designado para nuestra salvación.
Comenzaré por la Iglesia, en cuyo seno Dios se complace en recoger a sus hijos, no solo para que con su ayuda y ministerio puedan ser alimentados mientras sean bebés y niños, sino que también puedan ser guiados por su cuidado maternal hasta que crezcan a la edad adulta y, finalmente, alcanzar la perfección de la fe.
Lo que Dios ha unido así, no lo
separe el hombre (Mc 10, 9): para aquellos para quienes es Padre, la Iglesia
también debe ser madre. Esto fue cierto no sólo bajo la Ley, sino incluso
ahora, después del advenimiento de Cristo; ya que Pablo declara que somos hijos
de una Jerusalén nueva, sí, celestial (Gálatas 4:26)."
-Calvino, J. Las Instituciones, Libro IV, cap. 1
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